Al pie del mural hay estatuillas, collares, ídolos de barro. Corre el año de 2017 en el barrio La Conchita, en Coyoacán. Rina Lazo lleva varios años trabajando en este mural sobre el inframundo de los mayas guatemaltecos: jaguares y calaveras que se entrelazan con el ramaje de los mangles que crecen dentro de una gruta enorme por donde corre un río de aguas calmas. La escena no es casual: se trata de un recuerdo vívido de su infancia en Guatemala.

—Mi mamá aprendió a hablar primero en alemán, su lengua materna, luego en quechí, porque es muy gutural, y después castellano —recuerda Rina en entrevista—. De niña me llevó a una cueva, La Candelaria. No se me olvida: entramos por un río y paseamos por esa cueva.

El mural, metro y medio de altura, ocupa toda una pared del estudio. Para acceder fácilmente a las partes más altas mandó hacer una escalera-andamio con el herrero. Aquí, Lazo trabaja sobre todo en las noches, cuando el trajín de la casa le da un respiro.

El inframundo maya por Rina Lazo
—Un día vino una amiga guatemalteca con un señor holandés que llevaba 20 años buscando la entrada al inframundo de los mayas de Guatemala. Al año, me llamó el señor y me dijo: “Ya encontré la entrada al inframundo. ¡Es la cueva de La Candelaria!”.

La noticia la entusiasmó al grado de decidir volar hasta Guatemala junto a su esposo, el también pintor y muralista Arturo García Bustos, sólo para visitar de nuevo la gruta de su niñez.

—Aquello que vi de niña me está inspirando para pintar. La cueva, las grutas, todo lo visitamos con mucho cuidado; nos cansamos porque ya no estamos acostumbrados a hacer excursiones, pero valió la pena. Todo lo que uno ha uno vivido, lo que se ha visto en una tan larga vida como la nuestra, se une y se repite. Se sigue gustando todo esto y, para mí, haber trabajado después en Bonampak, en una zona maya aquí en México, me completa el círculo de lo que yo había conocido en Guatemala.

▶ Diego Rivera, el maestro



Rina Lazo fue la mejor estudiante De Diego Rivera, su “mano derecha”
Corre el año de 1944, los estudiantes guatemaltecos salen a la calle para manifestarse contra el dictador Jorge Ubico. Entre ellos va el hermano de Rina que aún no cumple los 18 años.

—En las noches, hacíamos sándwiches que les servíamos a los estudiantes por una ventana que había en la esquina de la casa donde vivíamos. Fue la primera vez que me tocó ver una lucha armada en las calles. Estaban los soldados en las calles, tirados con sus rifles. Mi mamá me regañó: ¡Cómo sales a la calle cuando está pasando esto! Al poco tiempo fue cuando me becaron para estudiar en México.

Tanto el poeta Luis Cardoza y Aragón como el novelista y premio Nobel Miguel Ángel Asturias, ambos guatemaltecos, se referían a Rina Lazo como una de las artistas indispensables de su patria. El mismo Diego Rivera la consideró su mejor alumna, su “mano derecha”.

Rina conoció a Rivera recién llegada a México. Estudiaba en la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda, a los 22 años.

—Estaba en clase cuando Sánchez Rivera me manda un recadito escrito. Todos morían por ser ayudantes de Diego Rivera. Acabando la clase me acerqué a él: “Yo, encantada de ir, pero apenas estoy empezando a estudiar”. Me dijo: “Usted va a poder y a las seis de la mañana la espero en el Hotel del Prado”.

Rina recuerda este momento con una nitidez que sorprende. La manera en que Diego Rivera se presentó con ella, acercándose con amabilidad y tomándole la mano para besársela, un gesto que todavía guardaba de sus años en Europa. Después comenzó a mostrarle la geometría del lugar, a definir las secciones áureas de la composición que más tarde se convertiría en Sueño de una tarde de domingo en la Alameda Central, uno de los murales más emblemáticos de Rivera.

—Él iba componiendo sin un proyecto. Eso es muy importante: no llevaba un proyecto ya hecho. Él nada más llegó con los libros de Casasola para retomar algunas figuras de la Revolución y el libro que él mismo había prologado sobre José Guadalupe Posada con la calavera catrina. Lo vi crear ese mural directamente en el muro. Él tomó su carrizo de un metro de largo, le puso un carbón en la punta y empezó a dibujar. Yo iba atrás de él, viendo, maravillada. Parecía que iba calcando, que ya todo estuviera hecho. Cuando se le acababa el carboncillo, yo le ponía otro, rápido. Tuve el privilegio de empezar a dibujar algunas línea y manchar los pisos, cosas sencillas. Después el maestro llegaba a corregir los dibujos y pintar al fresco.


▶ Arturo García Bustos y el Che Guevara



Parecía inevitable que Rina Lazo, como ayudante de Diego Rivera, conociera a Arturo García Bustos, el destacado alumno de Frida Kahlo. Coincidir no sólo en lo artístico sino en lo ideológico también parecía un suceso natural en aquellos ambientes, en aquellos años, donde el socialismo era una opción latente y la revolución parecía cada día a la vuelta de la esquina.

Rina recuerda cuando en 1954, ya casada con García Bustos, viajaron a Guatemala cuando gobernaba Jacobo Arbenz. Habían sido invitados por Luis Cardoza y Aragón a formar el taller de grabado de la Casa de Cultura de la Guatemala Democrática. Allí Lazo pintó su primer mural al fresco que a la fecha se conserva en el Museo de la Universidad de San Carlos en Guatemala.

—Estábamos siempre en la Casa de Cultura porque ahí era donde teníamos el trabajo. Un día pasamos por una de las habitaciones y vimos a un joven al que le habían prestado un cuarto para que durmiera. Nadie lo conocía, no se sabía a qué iba. No lo atendieron como personaje. Le dieron un cuarto con un petate y ahí estaba. Era argentino y se llamaba Ernesto Guevara —ríe—. Hace tiempo encontré una libreta antigua de Arturo, una chiquita, y ahí estaba la dirección del Che en México. Yo ya lo conocí como el gran Che Guevara, que había luchado en el Granma, en la Sierra Maestra, en Cuba. Fui a un congreso representando a la Unión Democrática de Mujeres Mexicanas. Era poco antes de que se fuera a Bolivia. Nos dijo: “Sólo hay un camino, la guerrilla”. Así es mi experiencia de haber conocido a ese hombre tan famoso, tan querido y tan admirado.

En el año en que se desarrolla esta entrevista, 2017, la casa colorada donde viven Arturo y Rina —donde se supone que vivió La Malinche y Hernán Cortés—, está en obras: la impermeabilización del techo obligó a cubrir muebles y embalar los cuadros de su colección pintura. Por eso platicamos aquí, en el estudio que comparten en la Conchita.

Es febrero y este será un año fatal. En abril Arturo Bustos, su compañero de vida, morirá a causa de un paro respiratorio. El terremoto del 19 de septiembre dejará su casa y su ánimo aún más resquebrajado: grietas de dos centímetros de ancho, muros a punto de colapsar.


▶ La nostalgia por Guatemala

Rina Lazo, junto a su ´ultimo mural Inframundo de los mayas
Cuando la niña Rina le contó a sus padres sus deseos de convertirse en pintora, a su papá, que era muy tradicional, no le gustó la idea. Le incomodaba que su hija tomara clases de dibujo al desnudo aunque fuera en Bellas Artes; en cambio, su mamá le dijo: “Ay, no le había platicado, pero mi padre era un pintor de afición”.

A la entrada del estudio de Arturo y Rina, junto a la oaxaqueña estufa de barro, un autorretrato de ella acompañada con sus nietos. En la ventana que da a la Plaza de la Conchita, descansa la paleta de su abuelo.

—Ahora lo comprendemos científicamente, los genes, ¿verdad? —dice—. Uno sin saber vuelve a lo que fueron los abuelos… Yo me hice pintora como mi abuelo. Ahora nuestra nieta estudia medicina. Ella sabía que mi papá fue médico, pero nunca lo conoció. No había ninguna influencia para que ella tuviera ese deseo.

De sus oídos penden largos aretes de filigrana oaxaqueña. Un chacal (un collar típico guatemalteco de plata y cuentas) adorna su pecho: representa a dos corazones unidos. Arturo y la pintura, tal vez. O sus dos patrias: México y Guatemala.

—La lluvia hacía que el campo estuviera verde, un verde amarillo muy bonito —dice cuando recuerda su patria natal—. Mi madre hablaba la lengua originaria, porque había crecido en Cobal. Para nosotros era muy divertido preguntarle cómo se decía eso que queríamos comprar, por ejemplo, huevos para el desayuno. Entonces me decía mi mamá que se decía Camchak limol: “quiero unos huevos”. Yo voy y me responden los mayas: Chinausi chinaj cal: “¡Qué bonita la niña!”.

De aquellos años le queda su afición por las artesanías de los pueblos: su colección de huipiles antiguos, por ejemplo. Antes, dice, uno podía distinguir de qué región era cada persona por el tipo de huipil que vestía. Hoy, todo eso se ha perdido: uno puede comprar un huipil de cualquier región en cualquier mercado.

—Ya todo está muy cambiado, muy acelerado por la televisión, por los celulares. Lo que nos quedaba del mundo antiguo y se está perdiendo.

Lazo no oculta su admiración por la antigua civilización maya. El conocimiento del número cero que les permitió tener un calendario incluso más perfecto que el actual, su conocimiento matemático, arquitectónico y astronómico, los edificios construidos para observaciones estelares.

▶ Tres meses en Bonampak

Para Rina la pintura mural es todavía más apasionante que la pintura de caballete por una razón sencilla: si está en un edificio público cualquier persona, de cualquier nivel o condición económica, puede acceder a ella. En México hay murales de Rina en el Museo Nacional de Antropología y en el Metro Bellas Artes, entre otros lugares.

Réplica de los murales de Bonampak en el Metro
—A mí me dio mucho gusto tener la oportunidad de pintar en el Museo Nacional de Antropología sobre el Popol Vuh, un tema que me apasiona —dice—. Para poder pintar algo tiene uno que querer ese tema, sentirlo. No se trata nada más de un encargo, tiene que ser algo en que te apasione, como la cultura maya en el caso mío.

Rina se refiere al mural Venerable abuelo maíz, donde representó la producción y vendimia de maíz en el mundo maya acompasado con el mito de la creación del hombre, contenida en los libros del Popol Vuh. Pero no es el único mural que realizó en el Museo Nacional de Antropología. Cuando éste comenzó a construirse, el arquitecto Ramírez Vázquez le comisionó realizar una réplica de los murales de Bonampak, recién descubiertos. Ella estaba feliz, pero se hizo un poco del rogar: quería pintar un mural de su inspiración.

—Me dijo el Ramírez Vázquez: “Mire, Rina, esto es lo más importante que puede usted hacer porque la pintura de Bonampak es algo de lo más grande que se conoce de todo el mundo prehispánico”.

Pero no había carreteras al sureste. Acompañada por García Bustos, Rina se trasladó en avioneta y se quedó tres meses en medio de la selva para estudiar los murales mayas y calcar en acetato los 170 metros cuadrados del mural más completo que se ha encontrado hasta hoy día. Descubrió que los pigmentos que se usaron eran tierras naturales, óxidos, piedras que al ser molidas daban exactamente el color del mural. Por las noches escuchaba los rugidos de los jaguares y ocelotes en medio de la tupida selva, miraba pasar cometas en el cielo estrellado y se alimentaba con las verdolagas que crecían entre las ruinas.

Rina Lazo, trabajando en el Museo Nacional de Antropología
—Cuando nos íbamos a bañar al río Lacanjá nos fijábamos en las piedritas de colores. El maestro Sánchez Flores, sí, el que me llevó con el maestro Diego, nos había llevado a pie a Tres Marías a pie, buscando piedras de colores para que las trajéramos, las moliéramos y pintáramos con ellas. Era para que conociéramos los pigmentos. No es nada más ir a la tlapalería y comprarlos: hay que saber con qué está uno trabajando. Cuando estuvimos en Bonampak encontramos las piedras con los colores del mural. Estaba el ocre que está en el primer templo de Bonampak, el amarillo, el rojo en la tierra roja, el azul… todo lo pudimos encontrar muy cerca del río Lacanjá.

▶ El Metro Insurgentes

Rina no fue ajena al movimiento estudiantil de 1968. El mismo día en que el ejército ocupó la Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre de 1968, un comando de policías se presentó en su casa para detenerla y llevarla a prisión.

Hasta entonces, Rina había estado trabajando en la estación del Metro Insurgentes. El arquitecto Félix Candela había creado una maqueta que a ella no le terminaba de convencer: “esas velas de barco no van a quedar bien”, decía, “van a competir con los edificios altos de alrededor”. La estación Insurgentes, esa plataforma cilíndrica al centro de una especie de cráter donde se cruzan dos de las principales avenidas de la ciudad, está inspirada en una vasija maya proyectada por Lazo: en los planos, un caracol es el que determina el diseño, al tiempo que los jardines de la plaza simularían una suerte de río. Al final, plasmó la historia del Metro en mosaico, tal como hizo Juan O’Gorman en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria.

Glorieta del Metro Insurgentes
Pero entonces vino el movimiento estudiantil y las detenciones de cientos de personas ligadas a cualquier manifestación que oliera a socialismo. El 18 de septiembre, Rina cayó presa. A su compañero, Arturo García Bustos, lo salvó el hecho de que no estaba en casa sino en el Taller de Gráfica Popular dibujando un cartel de apoyo al movimiento.

—Es una historia muy larga —suspira Lazo—. De Gobernación me llevaron a Lecumberri. Me querían deportar a Guatemala. No lo lograron porque Arturo buscó a Ruth Rivera y ella habló con Echeverría, pidiéndole que no me deportaran. En la Cárcel de Mujeres estuve tres meses. Dibujé bastante. Tenía muchas modelos. Arturo me llevó unas piedras litográficas. Es interesante cuando lo ves de lejos, no cuando estás metida.

Casi un año después se inauguró la estación Insurgentes, el 4 de septiembre de 1969. Cuando Lazo pasó por ahí, ya libre, se puso muy contenta al ver realizado su proyecto. Pidió que se le diera el crédito correspondiente. Se lo negaron: le explicaron que era imposible por su participación en el 68. Órdenes superiores lo impedían. En compensación, le encomendaron pintar la réplica de los murales de Bonampack para la estación Bellas Artes. A la fecha, aún no se le reconoce a Rina Lazo la autoría del diseño del Metro Insurgentes.