Chamanes y robots es el nuevo libro de Roger Bartra. En sus páginas, el antropólogo mexicano busca continuar el trabajo iniciado en Antropología del cerebro y termina por definir al cerebro humano como un sistema mucho más amplio que un órgano biológico que ha logrado expandirse a través del lenguaje, en principio, y luego apoyándose en las nuevas tecnologías. Esto es lo que La Octava conversó con él.

—Es usted una persona sumamente racional. Sin embargo, en Chamanes y robots parece entender, incluso confiar en los mecanismos que sostienen las supersticiones. ¿Tiene o ha tenido alguna superstición como tal?

—Sí. Durante unos 20 años fui militante comunista. Esto es, cuando era joven. Puede ser arriesgado decir que el comunismo, y el marxismo como tal, pueden ser considerados una superstición. Pero es que con el tiempo adquirieron las características de una doctrina, de una religión.

Es cierto también que dentro del movimiento de izquierda en México este carácter no fue tan marcado, tan predominante. Pero yo viví de manera muy cercana esta elevación del marxismo a un dogma riguroso, casi religioso. Fuera de eso, creo que me he mantenido distante, he procurado ser una persona, como dices, racional.

—¿En qué momento cobra estas características el marxismo? ¿Cuándo se da este quiebre?

—Quiero ser claro. El marxismo nace con una actitud científica, impulsada por el propio (Carlos) Marx y por el mismo (Federico) Engels. Pero en los procesos revolucionarios, sobre todo en la Unión Soviética y en China, al instaurar el socialismo éste termina convirtiéndose en una herramienta para legitimar otro poder autoritario. Ahí se quiebra todo.

Luego vienen todas las ramificaciones y tendencias: la socialdemocracia —aunque socialdemócratas eran todos, el movimiento obrero entero—, los reformistas, los revolucionarios, los trotskistas, los maoístas, los estructuralistas. Yo me formé en Francia, como estructuralista. Ahí me ubicaba. Me tocó la época de Louis Althuseer, de Michel Foucault.

—¿Cómo fue tomar clases con alguien como Foucault?

—Bueno, (Michel) Foucault no daba clases… Lo suyo era un espectáculo. Daba clases en el Colegio de Francia. También en la Universidad. Eran eventos multitudinarios. No cabíamos. Nos sentábamos en los corredores, no sentábamos en los pasillos para poder escuchar los altavoces desde donde emitía su cátedra. Era un show completo.

En cambio Althusser, no. Él era más recatado, más discreto. No le gustaban las conferencias.

Mi primera formación partió de esos momentos. Los estudios acerca de la cuestión agraria sobre los que versan mis primeros libros son claramente estructuralistas. Poco a poco, con el tiempo, abandoné los dogmas marxistas, me fui volviendo cada vez más reformista. Hasta que decidí abandonar la militancia como tal. Fue una época de mucho fermento, en todo el mundo, los años sesenta, setenta.

—Menciona en su libro que hay muchos elementos externos, incluso los cambios sociales pueden generar cambios biológicos en nuestro cerebro. ¿La política puede generar cambios en nuestras redes neuronales?

—Existe un entramado externo de símbolos y signos que nos rodea y sostiene. Símbolos lingüísticos, culturales, artísticos. Pero, además, símbolos ligados al poder. La complejización de estos símbolos es lo que funda al Estado. Y aparece la política: los símbolos políticos están allí.

Ahora bien, yo no creo que cualquier símbolo pueda tener ese peso. No para todos, al menos. Hay algunos sistemas que son especialmente significativos, que sí modifican nuestros circuitos cerebrales porque están directamente conectados. El lenguaje, por ejemplo.

Usted sostiene, sin embargo, que las nuevas tecnologías sí pueden provocar cambios biológicos reales.

—Marshal MacLuhan sostenía que las tecnologías eran extensiones de nuestros sentidos, prótesis. Yo pienso que sí, pero a diferencia de él, que pensaba que estas prótesis eran muy recientes, yo creo que son el origen mismo de lo humano. La música, el arte, la danza, el lenguaje, son prótesis de nuestra conciencia. Éstas se han llegado a desarrollar hasta un punto extraordinario.

A mí lo que me interesa establecer es la conexión entre estas tecnologías con el efecto placebo. Este es un tema típico para un antropólogo. Porque el chamanismo tiene efectos que pueden ser calificados dentro del fenómeno placebo.

Y algo que no se ha dicho mucho es que nuestra conciencia no está montada dentro de nuestro cráneo; a diferencia de lo que creen la mayoría de los neurocientíficos, yo creo que la conciencia está montada en redes exocerebrales: fuera de nosotros. Esto se demuestra con el caso del efecto placebo.

—¿Cómo?

—Los rituales, ya sean chamánicos o los de un médico moderno con toda su parafernalia científica —su bata blanca, su estetoscopio—, influyen en los circuitos neuronales. Existe evidencia de que el efecto placebo implica un verdadero alivio del dolor. Estos efectos no son curativos en el sentido en que hoy se entiende la curación bajo la medicina moderna. Pero son mecanismos de alivio, porque producen reacciones químicas en los mismos canales neurológicos que estimulan los fármacos: la pastilla inocua de la homeopatía, el simulacro de operación que se practica en algunas partes del mundo, son rituales, una puesta en escena de símbolos que pueden modificar biológicamente nuestro cuerpo.

Yo lo veo en los jóvenes hoy: están atados a su celular a un punto en que resulta difícil hablar con ellos por el bombardeo de mensajes, de mails, de llamadas
Esto demuestra lo que hablamos: nuestra conciencia está montada fuera de nosotros, en los símbolos que nos rodean.

El tema de los teléfonos celulares es similar. Son una suerte de amuleto que intentamos no perder.

Hay un estudio hecho por unos ingleses que definen así la ansiedad que nos provoca perder el celular, estar incomunicado: nomofobia, le llaman.

—Está documentado que una buena parte de la población sufre pequeñas alucinaciones: imaginamos que nuestro celular vibra —para avisarnos que recibimos un mensaje nuevo— sin ser cierto. ¿Ha sentido algo similar en relación con su teléfono móvil?

—En efecto, estas cosas están ocurriendo. Yo no soy demasiado adicto al celular. Mi número celular no lo tiene más que mi familia y no lo uso para nada más, quizás para navegar y averiguar algo rápidamente. No estoy atado a él para nada. Sin embargo ahora, mira, me entró la ansiedad y quería saber dónde estaba mi teléfono. Es mi pequeño exo-cerebro, eso tengo que reconocerlo.

—A lo largo de su libro despoja a la palabra “placebo” de su carácter nocivo.

—Por más racional que sea yo, no puedo juzgar negativamente a un chamán. Porque este fenómeno está inserto, originalmente, dentro de una tradición cultural muy compleja y muy antigua. La misma palabra tiene su origen en el área de Siberia y se extiende por China, Kurdistán, etcétera.

Como antropólogo, no puedo pensar en términos despectivos del chamanismo. Pero sí creo necesario observar cómo funciona.

Hoy los médicos, ya sea consciente o inconscientemente, utilizan métodos similares a los chamanes, donde el efecto placebo tiene un papel central. Y es entendible que lo hagan, porque provoca un efecto benéfico ligado al placer. Al alivio.

El hecho de que existan charlatanes que usan la orinoterapia o estas cosas, no es razón para despreciar los efectos reales del efecto placebos. Al contrario, debería animar a entender por qué proliferan estos servicios

Claro, desde el punto de vista médico el efecto placebo no es algo que se pueda institucionalizar, porque está basado en la mentira; una mentira que, sí, se vuelve verdad. Es como ese chiste: llega un paciente a una farmacia y pide un remedio placebo, el farmacéutico le responde que no, que no se lo puede vender si no le trae una receta falsa.

Es una paradoja: esta mentira tiene efectos verdaderos. Pero si se institucionaliza ya no tiene efecto alguno: cuando la gente es consciente de que se trata de un placebo, deja de funcionar. El engaño, la alivia.

—Insiste en que la medicina actual, occidental, se ha preocupado mucho más de aliviar el dolor que de provocar placer.

—Aminorar el dolor es lo que busca la medicina. Aminorar la fatiga, el dolor, el cansancio, la depresión, la melancolía. No proporcionar placer, como sí busca el efecto placebo.

Técnicamente, los robots, la inteligencia artificial sí está provocando que disminuya la carga de trabajo. Esto en la sociedad actual, genera desempleo. Lo que debería ocurrir es que las personas trabajasen menos horas porque hay máquinas que sustituyen. Pero no ocurre así por las malignidades del capitalismo industrial.

En todo caso, gran parte de las tecnologías cotidianas sí están pensadas para proporcionar placer: la enorme cantidad de juegos en los celulares o las computadoras, estos pequeños robots, tienen el objetivo de divertir y aliviar tensiones diarias. Eso es lo que más engancha.

“Hay muchos neurocientíficos, psicólogos, que sostienen que la conciencia es una ilusión producida por la química neuronal”
—Usted llega a decir que la misma conciencia humana podría ser un mecanismo artificial.

—No, no artificial. Es importante hacer la distinción. Hay muchos neurocientíficos, psicólogos, que sostienen que la conciencia es una ilusión producida por la química neuronal. No es lo mismo una ilusión que un artificio.

De todas formas yo no creo esto. Lo que sí creo es que la conciencia funciona sobre circuitos artificiales, todos externos al cerebro: no biológicos. El primero y más importante, ya lo dije, son las palabras. De ahí parten los otros sistemas de símbolos: la música, la danza, la literatura. Y las herramientas mismas: desde el cuchillo más rudimentario o la punta de flecha más básica, hasta la inteligencia robótica que puede ganarle una partida de ajedrez a un campeón mundial.

No hay nada más humano que lo artificial. Logramos sobrevivir gracias a este mundo artificial. Y nada de esto es ilusorio.

—Permítame plantear una provocación: el escritor William Burroughs decía que el lenguaje era un virus proveniente del espacio exterior y que había logrado un equilibrio con sus huéspedes, nosotros. Uno de las principales manifestaciones de este virus era hacernos conscientes de un fenómeno que ningún otro ser parece percibir: el tiempo. ¿Qué piensa?

—Que Burroughs tenía razón: quizás el lenguaje no es un virus, pero sí es un elemento externo. Nuestra identidad se apoya en lo que no somos. En lo que está en el espacio exterior a nosotros. Casi simultáneamente, aparece la noción de acontecimientos sucesivos y la conciencia de la muerte: una percepción del paso del tiempo. Nos percatamos de que estamos viviendo parcialmente, de que estamos viviendo otro tiempo, uno nuestro más pequeño, más finito, que va a terminar. Y esto lo percibimos gracias a este exo-cerebro que hemos construido mediante toda clase de símbolos, lo que está afuera de nosotros: el no-yo.

—No es casual que el teléfono móvil más popular se llame I-phone: un yo-teléfono.

—Nuestras pertenencias, los zapatos, los pantalones, la corbata, la vestimenta, nuestras recetas de cocina, forman no sólo nuestra identidad misma, definen nuestra manera de pensar, nuestros rituales. Son nuestra identidad misma.

—Salvo el marxismo en su juventud, usted dice no tener supersticiones, ¿pero rituales?

—Soy muy apegado a mis rituales. Tengo hábitos de trabajo. Estoy rodeado de una serie de usos y costumbres muy propios que enmarcan mi vida cotidiana, pública y privada. Escribir un libro o la investigación necesaria para ello, es un ritual en cierta forma.

Por ejemplo: nunca escribo directamente en una computadora. Escribo con tinta, de diferentes colores, en cuadernos, en las páginas non. Evito los aparatos digitales porque la tinta y el papel me imponen un ritmo, desde decidir qué pluma voy a usar. Todo eso importa para mí.

Podría no pasar por esto y hacerlo directamente en la computadora, pero no. Yo mismo transcribo el manuscrito después a la computadora. No tengo ayuda en lo más mínimo. Alenta el proceso, sí, pero otorga placer. Lo cual es importante. El placer es importante.