Ciudad de México.- De niño, Octavio Sánchez observó a su abuelo enterrar a uno de sus perros. El viejo cavó un hoyo profundo al pie de un durazno en el patio de su casa y depositó ahí el cadáver del animal. Luego lo tapó y se fue a labrar la tierra.

Un par de años después, el niño notó que el árbol dio más duraznos que la temporada anterior. Lo mismo pasó cuando el abuelo enterró a otras mascotas bajo un manzano, un ciruelo y un peral: las raíces se enriquecían de los cuerpos convertidos en abono natural. La muerte rendía buenos frutos. Literalmente.

Hoy Octavio se dedicaría sólo a la siembra de maíz y haba, como el resto de su familia en Santa María Magdalena Petlacalco, si no fuera porque en esta tierra cada vez llueve menos.

«La siembra ya no nos deja para sobrevivir. Por eso empezamos a enterrar a las mascotitas»
Hace seis años, luego de perder una cosecha entera, recordó haber leído algo sobre los cementerios de mascotas en Estados Unidos. Pensó en su abuelo y en aquel perro enterrado bajo el durazno del patio. Y como la cosecha ya no tenía remedio, Octavio decidió usar una hectárea y media de su tierra —donde solía sembrar frijol o dejar pastar a los borregos— para crear el “Cementerio Ameyalco. Jardín para un amigo” y comenzar a sembrar, en lugar de semillas, cuerpos de animales.

Actualmente, ese es el único cementerio de mascotas en Ciudad de México.

“Hacemos tres o cuatro servicios al mes —explica Sandra Olmos, la esposa de Octavio quien, junto a Mario, Víctor y Joel, hermanos de su marido, conforman el equipo que da servicio en el panteón—. No es algo constante. Ahorita tiene 15 días que no tenemos nada. La muerte es muy inestable”.

Aquí –en el Cementerio Ameyalco– la mascota sigue dando vida a un árbol, a las plantas. Se desintegra pero le da fuerzas al bosque
OCTAVIO SÁNCHEZ, sepulturero de mascotas

▶ SEPULCROS FOSFORESCENTES



A cinco kilómetros del cruce de Tlalpan con Insurgentes, la de Santa María Magdalena Petlacalco es una comunidad rural. La principal actividad económica es, todavía, la agricultura. Las familias venden maíz, pasto, frijol, y es común que cada casa cuente con gallinas, borregos, conejos. Todavía, pero los tiempos están cambiando.

Vivir de los frutos de la tierra resulta cada vez más difícil. Tal vez por ello un cementerio en medio de las huertas no pasa inadvertido.

Aquí todos saben dónde encontrar a la familia Sánchez: todo derecho por la avenida Arenal, detrás de la reja oxidada, entre el invernadero y el maizal.

“La siembra ya no nos deja para sobrevivir. Por eso empezamos a enterrar a las mascotitas”, dice Octavio mientras camina hacia los sepulcros.

El asunto es grave. Más de la mitad de la capital pertenece a la Zona Rural o al Suelo de Conservación, de acuerdo con el informe Cdmx, guardiana del maíz nativo, realizado por la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes de la Ciudad de México (Sepi). La alcaldía Tlalpan es una de las que cuenta con una mayor extensión de áreas rurales y de conservación, después de Milpa Alta.

Pero el cambio climático —el desorden de las estaciones, el aumento de la temperatura ambiental—, la falta de apoyo gubernamental y el crecimiento de la zona urbana han puesto en crisis la cada vez más marginal actividad agrícola en la ciudad.

Según el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader), en 2013 se sembraron y cosecharon 13 hectáreas de frijol en la entonces delegación Tlalpan. De ese año a la fecha ha disminuido la producción hasta llegar a una sola hectárea en 2018.

Algo parecido sucedió con el maíz. Mientras en 2013 se sembraron y cosecharon 929 hectáreas, en 2017 se contaron 780, aunque hubo un repunte en 2018 con 918.

Octavio entendió hace seis años que nada volvería a ser como en su infancia. Desde entonces él y sus hermanos convirtieron este terreno en un panteón al notar que las lluvias tardaban cada vez más en llegar: en Santa María Petlacalco la siembra depende del agua de temporal pues carece de sistemas de riego.

La Encuesta Nacional Agropecuaria (ENA) 2017 señala que 74.7 por ciento de las unidades de producción agrícola en el país reportaron pérdidas por causas climáticas. De ellas, 45 por ciento fue por sequía.

“Yo del cementerio saco pa’ los pasajes de mis hijas, que van a la escuela, las libretas y eso —cuenta el campesino convertido en sepulturero—. No ganamos mucho. Tenemos otra propiedad y ahí sembramos maíz. Pero este año faltó el agua y se puso amarillo, no creció.

“Los apoyos (del gobierno) los dan retrasados. Ellos se manejan por presupuestos y cuando te los dan ya pasó la fecha pa’sembrar. Pero siempre hay esperanza. Mi esposa y su hermana hacen pasteles, gelatinas. Ahí va saliendo”.

En lo que parece un jardín desordenado con tramos de tierra negra, pasto, pequeños árboles que crecen entre pinos y matorrales, brillan pequeñas piedras de río que han sido pintadas de colores verde, anaranjado, amarillo fluorescentes.

Todas tienen escrito con anchas pinceladas, como si fueran los trazos de un niño, un par de fechas y los nombres de las mascotas que resguardan: Duque, Kiara, Cosme, Max; un hueso, si el muerto es un perro, o la cara de un gato, si es un felino.

Casi siempre que entierra
En total, más de mil sepulturas. Un bosque entero.

—Algunas tumbas yo no tienen la piedra –explica Octavio.
—¿Se las roban?
—No. La tierra que baja cuando llueve las va cubriendo.

Aquí todo regresa a la naturaleza. Por eso no podamos ni nada. Dejamos que todo crezca como es

Subimos a través de un sendero de tierra volcánica. En la ruta aparecen más piedras luminosas, fotos de perritos schnauzers, rottweilers, salchichas, gatos de distintos colores. A lo lejos, suena el rumor del río Buenaventura. Atardece.

En la cima, la ciudad aparece como una maqueta diminuta —el estadio Azteca, el Heroico Colegio Militar, el Periférico, el World Trade Center— que comienza a encender sus luces.

Pocos lugares tan perfectos para una despedida.

“Aquí sembrábamos frijol. Era cansado porque, como está de subida, hasta te duele tu cintura”, dice el sepulturero, agitado, y explica que han habilitado una zona más baja, pues los ancianos y los enfermos no lograban subir tan arriba.

Señala algunos pinos, oyameles y yacahuites, jacarandas; más allá, árboles frutales, peras, ciruelos, duraznos. “Todos ésos fueron mascotas. Ya crecieron”.

▶ CUESTIÓN DE TIEMPO



“Lo último que querría es verte sufrir por mí…”
En julio de 2015, el escritor Xavier Velasco publicó en su columna semanal una carta a Boris, su mastín de montaña de los Pirineos. Describió la ternura de su mirada, los enojos del autor cada que Boris se comía sus libros o destrozaba muebles a mordidas.

“…Ayer que te enterramos, guapísimo angelito, supe que te vería de vuelta en estas líneas, pues no sabría escribir más que de ti y de cómo me cambiaste la vida”, escribió.

Buscamos la tumba de Boris entre las ramas. Octavio tiene una idea de la ubicación, pero la piedra-lápida no está ya a la vista. No importa. Boris ahora es uno de esos cedros o pinos robustos entre los que caminamos. “Cuando los clientes vienen, ellos sí se acuerdan”, justifica el sepulturero.

El cuerpo de una mascota, nos recuerda, necesita tiempo para convertirse en nutrientes que enriquezcan el suelo. Es algo que aprendió de niño cuando observaba a su abuelo barbechar la tierra para la siembra. Un perro chico tarda dos años y medio, dice; un mediano, tres años y medio; uno de raza grande, como san bernardo o gran danés, de cuatro a cinco años.

Algunas personas recomiendan echar cal a los cuerpos antes de cubrirlos con la tierra para que las esporas no vuelen y evitar infecciones. Además, dicen, absorbe el olor de la podredumbre. Octavio entierra los cuerpos de los animales sin ninguna preparación. A lo mucho los envuelve en una sábana delgada de algodón para que nada obstruya su descomposición. El cementerio sólo huele a vegetación, a tierra.

“Hay gente que quiere enterrarlos con su cama o con un suetercito o su cobijita para que no pasen frío. Pero eso tarda muchos años en degradarse. Recomendamos solamente el cuerpo. Cuando los traen en cenizas sugerimos que las cajas sean de madera. Si son de metal se las pueden robar para venderlas como fierro viejo”.

Una vez enterrados los animales y plantados los árboles, ya nadie más se hace cargo de ellos salvo la lluvia, el sol, la tierra.

▶ AYUDAR A DESPEDIRSE



Le gusta el olor a tierra húmeda, a hierba fresca: ser sepulturero no es tan distinto de ser campesino, al final de cuentas
Veinte minutos le bastan para hacer una fosa.

Cavar es lo que más le agrada de su trabajo. Sus brazos regordetes guardan más músculo que grasa. La profundidad la mide con su propia altura: un metro setenta centímetros. Si es para un perro chico, cava desde arriba de su rodilla hacia a bajo; si es mediano, desde su cintura; y si es grande, desde el pecho o la garganta.

Le gusta el olor a tierra húmeda, a hierba fresca: ser sepulturero no es tan distinto de ser campesino, al final de cuentas.

Todavía recuerda al primer animal que enterró aquí: Rocco, un rottweiler que vivía con su dueño en Iztapalapa. Murió porque un fragmento de hueso se le atoró en la garganta; tenía 10 años de edad.

Octavio y Sandra recibieron al muchacho que traía a Rocco en sus brazos. Subieron la pendiente con él para llegar al lugar designado para la fosa que Octavio ya había escarbado.

Vieron al muchacho despedirse de su amigo durante un largo rato, inmóvil y en silencio. Cuando estuvo listo miró al sepulturero y éste paleó de nuevo para cubrir al cadáver con la tierra. Los perros del terreno vecino comenzaron a aullar. “Casi siempre que enterramos lo hacen. Como que sienten”, murmura Octavio.

Antes de irse, el joven plantó un pino que hoy está frondoso y mide más de dos metros. Al terminar colocó una lápida con un epitafio. Todavía está a la vista: “Rocco (2003-2013). Gracias a ti ahora sabemos que vivir vida de perro es mejor”.

Sandra le pidió al muchacho que no se fuera. Comenzó a recitar unos versos: No llores por mí./ Me has dado un hogar donde vivir,/ me has proporcionado alimento y sobre todo, /me has dado tu amor y tu compañía. /Lo último que querría es verte sufrir por mí…”

Octavio notó en ese momento que el muchacho escurría en lágrimas. Es fácil imaginar a un sepulturero como un tipo de carácter duro. Pero él es un tipo tierno, regordete, como un enorme oso de felpa. No se le puede pedir a este hombre que se mantenga impasible cada que un niño despide, abatido por la tristeza, a su mejor amigo.

“Los niños siempre lloran bien feo”, dice.

Pero a Octavio le pasa con casi todos. No puede evitar “involucrarse con los sentimientos de la gente”. Imposible contenerse. Cuando alguien llora por su mascota, él llora con ellos.

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