En la mafia existe una fantasía: el trabajo es sagrado. Esta es la razón para que los miembros de la familia criminal de Russell Bufalino, personaje con el cual Joe Pesci regresa al cine, se pasean todopoderosos entre los sindicatos de los trabajadores transportistas. No es sólo una pasarela de peinados engomados, relojes brillantes, anillos dorados, asesinatos y traiciones. Se trata del escenario para una épica cinematográfica acerca del carácter íntimo de la corrupción: The Irishman, la nueva película de Martin Scorsese.

Épica: así es como muchos han calificado la cinta. No se trata de una exageración. La vida y el ocaso de Frank El Irlandés Sheeran, interpretado por un implacable Robert De Niro, retrata por entero a una nación endurecida por la guerra en Europa, de donde regresaron soldados para quienes la violencia es sólo una manera de procurarse la carne, el pan, el vino. Algo inconmensurable, mucho más grande y complejo que las 26 películas de Marvel juntas.

Aquí el vértigo característico de Scorsese, ese estilo de vida de los italoamericanos cuando se regodean en casinos, yates y drogas, es sustituido con escenas donde que exhiben los pequeños gustos de los hombres que hacen el trabajo sucio. O como dice el mismo Russel Bufalino: aquellos hombres que construyeron Las Vegas gracias a los impuestos sindicales descontados cada semana de su cheque.

Al negar la totalidad de la muerte, se niega la totalidad de la vida: esta es la contradicción esencial con la que Martin Scorsese vuelve a imponer lo humano en el séptimo arte
Jack Nicholson ya había interpretado la vida de Jim Hoffa en una cinta dirigida por Danny de Vito (Hoffa, 1992). Que esta vez el responsable de encarnar al líder sindical desaparecido en 1975 (luego de pasar siete años en la cárcel acusado de sobornar al jurado que investigaba su participación dentro de la mafia), sea un Al Pacino adicto a los helados es algo más que un lujo. Gracias a su interpretación uno puede entender cómo los vacíos del sindicalismo pueden ser tomados por la exuberancia del poder encarnado en estos colosos criminales, monstruosos pero bien vestidos.

La película plantea entre murmullos de mafiosos una historia distinta sobre la construcción de la nación estadunidense: fue en ciudades y barrios de traficantes donde se definió la política internacional en tiempos de la Guerra Fría; fue en la antesala de las asambleas de obreros donde el poder político encontró un método para doblar la ley; fue en las pintorescas carreteras de Delaware, donde personas como Frank Sheeran y Russell Bufalino se unieron para tomar por asalto el sueño americano.


El trabajo es sagrado, pareciera decir Joe Pesci mientras cobra favores y reparte contratos a los miembros del sindicato. Según la revista Empire en su edición de octubre, Joe Pesci rechazó el proyecto al menos en 50 ocasiones, con el alegato de que no quería volver a interpretar el estereotipado papel de mafioso. Fue convencido por Robert DeNiro, quien argumentó: “Tenemos que hacer esto. ¿Quién sabe si habrá algo después?”.

Dicha por un actor de 76 años y quien forma parte de un coctel magistral de cara-duras —Harvey Keitel (como Angelo Bruno), Stephen Graham (como Anthony Provenzano) o la actriz Kathrine Narduci (como Carrie Bufalino)— esta frase parece extraída del mismo filme que retrata al trabajo como una salvación retorcida; un filme que se opone a la misma idea de jubilación.

El trabajo es sagrado entonces. Como el cine mismo para Scorsese. El resultado son estas tres horas y media con las que el director se propone acercar al espectador al confesionario donde Frank El Irlandés rinde testimonio. Su truco es dejar la puerta entreabierta como para que entendamos que al negar la totalidad de la muerte, negamos la totalidad de la vida. Esta es la contradicción esencial con la que Martin Scorsese vuelve a imponer lo humano en el séptimo arte. Su respuesta puntual al cine de superhéroes.