Por Ximena Santaolalla

Últimamente me he preguntado por qué me molesta que me llamen “mujer”. ¿No se supone que soy una mujer, en toda la extensión de la palabra? Escucho frases como “eres una mujer muy inteligente, una buena mujer, una gran mujer, una mujer testaruda, eres mi mujer, ¡qué mujer!, ¡qué mujerón!”. Y —se los tengo que confesar— me disgusta. Me disgusta esa etiqueta, ese hincapié. Me disgusta tanto que me recuerda aquella vez en NYC (donde ahora vivo) cuando alguien me dijo “Wow, you’re so intelligent, so articulated for a Mexican”… ¿Casi un milagro encontrar a un@ mexican@ inteligente y articulad@?

La etiqueta “mujer” trae a mi mente todas esas prohibiciones que “debemos” internalizar (de preferencia, no camines por la calle en mini falda, no te acuestes con nadie en la primera cita, no subas de peso, no viajes sola a ciertos lugares, no te emborraches delante de la gente); y trae a mi mente todas esas expectativas que “debemos” cumplir (de preferencia, ser amable, ser sonriente, ser delgada, tener hijos, casarse antes de los 30, trabajar y atender el hogar a la vez). Prohibiciones y expectativas impuestas por el absurdo hecho de tener una vagina en lugar de un pene.

Las expectativas y prohibiciones también existen para los portadores de pene y etiquetados como “hombre”. En especial, prohibido ser “amanerado”, prohibido pintarse las pestañas, obligatorio ser fuerte, hacer dinero, pagar la cuenta (esto último, por lo menos en México).

A estas alturas, espero que tod@s l@s person@s con acceso a una biblioteca y con tiempo para reflexionar, nos preguntemos lo que significa portar la etiqueta hombre o mujer (y aquí hablo de la cultura occidental) y preguntarnos por qué existen las mujeres y los hombres.

Tal vez suene absurdo, pero alguna vez se han preguntado: ¿por qué existen las mujeres y por qué existen los hombres? En mi caso, me interesa más hablar de la mujer, puesto que es la etiqueta que porto. Empecemos por la palabra “mujer”. Esta palabra probablemente viene del latín mulier (al menos esa es la hipótesis mayormente aceptada). Mulier significa mojado, aguado, blandengue, mullido, molusco, blando. La mujer es el sexo débil, es blanda, es aguada. Es un molusco.

No faltará quien responda que efectivamente, el cuerpo de la mujer es menos fuerte, menos musculoso, más aguado. Y no niego que generalmente así es (no siempre, pero la mayoría de las veces lo es). Evidentemente existen diferencias entre los cuerpos humanos, en especial, la diferencia entre pene o vagina, capacidad de dar a luz o no, mamas prominentes, caderas o espaldas anchas. Sin embargo, no me interesa hablar de anatomía. Yo quiero hablar de la distinción entre los sexos, llevada a una cuestión de roles de género.

Partiendo de la base que la “mujer” es una construcción y una categoría social (al igual que “hombre”), podemos afirmar que la “mujer” existe porque la hemos producido. Aquí retomo el planteamiento de la feminista decolonial dominicana Ochy Curiel: en América Latina, la categoría que llamamos “mujer” proviene de una cosmogogía heterosexual y colonial. Tan es así, que en América no existía de forma clara una distinción en el género más allá del sexo (es decir, del cuerpo físico). En América Latina, la distinción de género y la consecuente adopción y formalización de roles de género, datan del siglo XVI, cuando las Leyes de Burgos fueron proclamadas para el Nuevo Mundo.

Las Leyes de Burgos no surgieron de la nada; reflejaban una tendencia ya existente. Sin embargo, esa tendencia no había sido mayormente extendida ni tampoco aceptada de forma homogénea. Las Leyes de Burgos dictan y establecen, por ley y por fuerza, una apropiación de l@s human@s con vagina, por parte de l@s human@s con pene. Una apropiación de la “muger”, por parte del hombre. Y lo hace estableciendo roles de género estrictos y penados de no ser cumplidos:

-el hombre tiene el poder de decidir dónde trabaja la mujer

-el hombre puede decidir que su mujer no trabaje

-se establece una relación de propiedad, pues se habla de “su” mujer (y no de “su” hombre”)

-cuando la mujer está embarazada, solo puede dedicarse a labores domésticas como hacer pan, guisar, limpiar, a partir del mes 4 de embarazo y hasta que el hijo cumple los 3 años

-el hombre puede negociar directamente el sueldo de su mujer con el patrón, sin considerar la opinión de la mujer

Las Leyes de Burgos de 1512, son conocidas como la ordenanza que abolió la esclavitud en el Nuevo Mundo. Sin embargo, también constituyen uno de los elementos contribuyentes (y posiblemente esenciales) para el establecimiento del patriarcado en América Latina, tal como lo conocemos actualmente. Las Leyes de Burgos formalizan e institucionalizan el constructo social llamado “mujer”, a través de la sanción de roles de género y la apropiación de la mujer por parte del hombre.

Existen interpretaciones que presentan a Leyes de Burgos como una intención de proteger a la mujer, pero en realidad la produce, la crea y la define a través de limitantes y obligaciones. Formalmente, el hombre y la mujer dejan de ser simplemente seres humanos con partes del cuerpo distintas, para convertirse en categorías jerárquicas: ser mujer implica menor autonomía, mayor obediencia y derechos disminuidos.

Entiendo que alguien me responda, ¿y eso qué tiene que ver conmigo, si estás hablando de algo que sucedió hace 500 años? Por un lado, es cierto. Naturalmente los roles de género se han relajado gracias a la lucha de generaciones de mujeres y también de hombres que nos han abierto caminos. Los roles de género no se encuentran ya establecidos por escrito en una ley que me obligue a guisar o a esperar a que un hombre negocie mi sueldo. Sin embargo, de alguna manera, no estamos lejos del siglo XVI: esos roles siguen existiendo y entintando al mundo, pues no han dejado de impregnar la forma de comportarnos, de sentirnos, de atrevernos, de exigir. Si alguien lo duda, basta con observar a su alrededor:

-Globalmente, las mujeres ganan al rededor de 30% menos que los hombres por el mismo trabajo; en Europa al rededor de 21% menos, en América Latina al rededor de 36% menos (corroborar datos en https://www.bancomundial.org)

-Las mujeres afroamericanas ganan en general 38% menos que los hombres en USA (corroborar datos en Institute for Women’s Policy Research https://iwpr.org/media/in-the-lead/back-to-the-future-black-womens-equal-pay-day-is-100-years-too-late/).

-De cada 10 niños abusados sexualmente en México, 8 son niñas (corroborar datos en estudios del Early Institute con apoyo de la Oficina de las Naciones Unidas).

-De cada 10 niñas, 6 serán abusadas sexualmente durante la niñez en México (corroborar datos en Unicef.org en Panorama Estadístico de la violencia contra niñas, niños y adolescentes).

-1 de cada 5 mujeres (el 18.3%) y 1 de cada 71 hombres (el 1.4%) en los Estados Unidos han sido violados en algún momento de su vida (corroborar en The National Intimase Parter and Sexual Violence Survey https://www.cdc.gov/violenceprevention/pdf/nisvs_executive_summary_spanish-a.pdf).

-En todo el mundo, el 62% de la trata de personas está compuesta por mujeres y niñas. En América Latina, la proporción es de 79% (corroborar en la CNDH, Diagnóstico sobre la Situación de la Trata de Personas en México, 2019)

-Las mujeres invierten más del doble de tiempo en trabajos no remunerados (como actividades del hogar y cuidado de los hijos y padres) que los hombres (corroborar en el Instituto Nacional de Estadísticas de España).

-México, Guatemala, Honduras y El Salvador ocupan el primer lugar del mundo en feminicidios.

Existen muchos más ejemplos y cada ejemplo es distinto según el país, la raza y las preferencias sexuales. La mujeres blancas no sufrimos siempre el mismo nivel de desigualdad que las mujeres de pueblos originarios o las mujeres afrodescendientes (revisemos asuntos de interseccionalidad propuestos por Kimberlé Crenshaw). Estas diferencias se sostienen y mantienen sin que estén escritas en ninguna ley, son parte de una cosmovisión occidental y poscolonial. Vamos más allá. ¿Por qué existen las etiquetas de mujer afrodescendiente, mujer de pueblos originarios llamada indígena, mujer lesbiana, mujer trans? ¿por qué éstas mujeres son las que, generalmente, tienen menos privilegios y menos acceso al bienestar del mundo capitalista? Como lo dice Ochy Curiel en su conferencia “Aportes y Propuestas del Feminismo Decolonial en Abya Yala”, cada mujer y cada grupo de mujeres tienen experiencias distintas y necesidades específicas. Una mujer etiquetada como indígena que trabaja en los campos de café, no estará de acuerdo con una mujer etiquetada como blanca heterosexual y que afirma que su trabajo se limita al hogar.

Escribo esto porque tengo el deseo de ser vist@ como ser human@, sin más. Escribo esto porque tengo el deseo de deconstruir las categorías “hombre” y “mujer” cargadas de limitaciones, obligaciones, estereotipos, roles, prohibiciones y prejuicios. “Hombre” y “mujer” definitivamente no son categorías universales, no siempre han existido a lo largo del tiempo. Son categorías creadas y, como tales, las podemos debilitar.

Recuerdo a un amigo que de chiquito deseaba jugar con muñecas. Su padre lo golpeaba cuando lo descubría con la barbie de su hermana entre las manos. Pienso en una chica a la que golpeaban en el colegio porque “caminaba como hombre”. Un compañero al que de pequeño sus padres le pedían que hablara con las manos dentro de los bolsillos, para disimular su “amaneramiento”. Una conocida a la que violaron por el ano, después de confesar que ella quería ser hombre y pensaba someterse a un tratamiento.

En ese sentido, los feminismos no siempre se pueden unir en una misma voz (aunque a veces sea estratégico hacerlo, como lo plateó Spivak). Algunos feminismos abogan también por los hombres y su sufrimiento ante los roles de género masculinos. Otros feminismos abogan por l@s transexuales. L@s feminist@s más citad@s y celebrad@s, desde Judith Butler, Kimberlé Crenshaw, Patricia Hill Collins, hasta Simone de Beauvoir, ni de lejos representan a tod@s l@s afectad@s por el patriarcado, por la cosmogonía heterosexual y el postcolonialismo. Entonces, ¿por qué no escuchar también a feminist@s que hablan desde sus realidades en América Latina y que plantean soluciones para esas realidades (por ejemplo en el campo o en ciudades distintas a las norteamericanas o europeas)? Ochy Curiel habla de un racismo y un elitismo dentro del propio feminismo, pues no se le otorga el mismo nivel ni la misma autoridad a feminist@s latinoamerican@s o afrodescendientes, en comparación con feminist@s blanc@s europe@s y norteamerican@s.

Como ejemplo, pensemos en explorar los planteamientos de la guatemalteca maya quiché Gladys Tzul Tzul, quien sostiene la importancia de sistemas comunales al hacer política en la lucha por la tierra. Gladys Tzul Tzul habla de la necesidad de incluir a los hombres, de crear una fuerza comunitaria mano a mano con hombres abiertos al feminismo, hombres incluso feministas. De lo contrario, es difícil lograr cambios en el campo y en comunidades indígenas apartadas o cerradas. Julieta Paredes, boliviana aymara, centra su reflexión en el cuerpo de las mujeres, en cómo se construye el colonialismo, el racismo, el capitalismo y el neoliberalismo sobre el cuerpo de la mujer; diferenciándolo del cuerpo del hombre como cuestión de género y no como cuestión meramente física. Dicho de otra manera, confundir el género con el cuerpo. Aura Cumes, guatemalteca kaqchikel, no solo habla de las mujeres, sino que defiende la idea de que “con la organización colonial se inventa lo indio como una manera de negar la pluralidad existente de todos los pueblos que habitaban lo que hoy se llamaría Mesoamérica o Abya Yala, para ser nombrados bajo la identidad impuesta de indios. Y lo indio no es solamente una etiqueta vacía de contenido, sino que es entendido como ese sujeto que va a existir solamente a partir de la servidumbre colonial”. Me gusta retomar esta cita de Aura Cumes porque remite a la importancia de las palabras, palabras que encierran tanta historia y significado, y a la vez limitan significados posibles y se fosilizan. La palabra designa y ayuda a comunicarnos; pero a la vez, compara, se define en base a contrarios, enaltece, envilece, hace ver una cosa mejor que otra, a una persona mejor que a la otra. La palabra define al mundo, lo produce. Cuidar las palabras, darles otros significados, nos empodera o nos debilita.

Pensemos por ejemplo en la palabra queer. La palabra queer se rastrea desde el siglo XVIII (particularmente en el Reino Unido) como sinónimo de ladrón o impostor, pero también para designar a una persona que no se puede definir fácilmente como mujer o como hombre, de forma despectiva. Eventualmente, queer se empezó a utilizar para referirse a las personas transexuales de forma ofensiva. Sin embargo, durante las décadas de los ochenta y noventa, grupos y movimientos políticos defensores de los derechos homosexuales, transexuales, y eventualmente LGTBIQ, se apropiaron de la palabra queer. La utilizaron para definirse. De esa manera, despojaron a la palabra de todo su poder ofensivo y despectivo. De pronto, al ser reclamada por los mismos grupos a los que se buscaba ofender o estigmatizar, la palabra queer dejó de ser un insulto, dejó de tener un peso negativo.

No puedo dejar de mencionar al feminismo decolonial, a María Lugones y a Ochy Curiel, quienes han explorado el género como categoría impuesta durante la época colonial y post-colonial. También cabe mencionar a Lorena Cabnal, quien habla de la “heterosexualidad cosmogónica”, lo que implica una visión heterosexual del mundo cuyo efecto es usar al cuerpo de la mujer y equipararlo a un objeto, volviéndolo un cuerpo en disputa visto como propiedad y generando especial violencia en contra del lesbianismo (en especial porque al no depender ni económica ni emocionalmente de un hombre, la lesbiana se aparta más claramente del sistema político heteropatriarcal de dependencia y dominancia sobre las mujeres).

Recuerdo en México, hace años, una clase a la que asistí en una maestría. L@s alumn@s éramos tod@s adult@s, más o menos entre los 27 y los 56 años. La indicación de l@ profesor@ era escribir en un papel la definición de “mujer” y pegarla en el pizarrón. Tod@s lo hicimos, éramos al rededor de 25 personas.

Debo confesar que ninguna de las 25 “definiciones” incluía el concepto de “ser humano” para designar a la mujer. El 100% de las “definiciones”, consistía en un listado de roles de género que resumiré a continuación: madre, protectora, cuidadora, esposa, bondadosa, generosa, la que da la vida, bella, hermosa, femenina, flor, la que sacrifica por los hijos, la compañera, la gran mujer detrás del gran hombre.

En realidad, me di cuenta… o más bien, tuve una revelación: yo apenas cabía en la definición de “mujer”. Cumplía tal vez 10% de lo que significaba ser mujer para l@s presentes, apenas un cuarto de mujer. Ni madre , ni cuidadora , ni dadora de vida, ni muchas otras cosas. Puede que, a veces, bondadosa. Pero no siempre ni todos los días.

En resumen: resulta que no soy mujer.